La llama de la indignación, México.


La llama de la indignación
Andreas Schedler

PROFESOR-INVESTIGADOR DEL CENTRO E INVESTIGACIÓN Y DOCENCIA ECONÓMICAS

Hasta finales de septiembre, México estaba bailando alegremente sobre una catacumba de unos 95 mil muertos y 25 mil desaparecidos a manos del crimen organizado. Ahora, con el secuestro y asesinato de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, se interrumpió la música, se paró el baile. Hemos visto algo enteramente nuevo: una ola de solidaridad que sacude el país, con discusiones públicas y conversaciones privadas sin precedentes, con marchas y huelgas estudiantiles en todo el país.

El país llevaba bailando un buen rato. Desde la inauguración oficial de la democracia en el año 2000, México se encuentra inmerso en una guerra civil sin querer reconocerlo. Las guerras civiles, como las define la ciencia política contemporánea, son enfrentamientos entre grupos armados dentro de un Estado que causan más de mil muertes al año. México lleva superando este umbral desde el primer año de la democracia.

Emocionalmente, la política, los medios y los ciudadanos mexicanos han logrado mantener la violencia a distancia al pensarla como “narcoviolencia” o “narcoguerra”, en la que cárteles luchan contra cárteles, narcos contra narcos, malos contra malos.

Concebir la violencia de esta forma inhibe la solidaridad ciudadana de muchas maneras. Hace invisible la violencia predatoria que los grupos criminales cometen contra la población civil y la violencia ilegal que el Estado comete contra cualquiera. Además, crea una división tajante entre ciudadanos y víctimas. Como la “guerra de las drogas” es una guerra entre criminales, se infiere que sus perpetradores son criminales, pero sus víctimas también. Son víctimas culpables, víctimas voluntarias. El lenguaje cotidiano lo expresa de muchas formas: “se lo buscaron”, “se metieron en malos pasos”, “anduvieron con los malandros”, algo debían”, “algo habrán hecho”…

No hay tierra más fértil para la indiferencia que la idea de las víctimas culpables. La indiferencia hacia las víctimas ha tenido una expresión institucional muy clara: la impunidad. Los homicidios atribuidos al crimen organizado se contabilizan, pero no se persiguen. El porcentaje de “narcoejecuciones” que lleva a condenas judiciales firmes es cercano a cero. En los hechos, el Estado mexicano ha consentido la privatización de la pena de muerte.

La indiferencia estructural hacia las víctimas cotidianas de la “narcoviolencia” también se ha visto en la opinión pública. A finales del año pasado, la Encuesta Nacional de Violencia Organizada elaboró un mapa amplio de actitudes ciudadanas hacia la narcoviolencia. Encontró una ciudadanía que vivía la guerra como lejana y deseaba mantenerla así. Ante una guerra anónima, cuyas víctimas no tenían cara ni historia, únicamente el 10 por ciento de los ciudadanos se acordaba del nombre de “alguna persona asesinada o desaparecida por el crimen organizado”. Sólo el 17 por ciento podía evocar algún caso de asesinato o desaparición que le hubiera “conmovido en particular”. La gran mayoría compartía la apuesta por el silencio del gobierno de Peña Nieto. El 60 por ciento decía que hablaba “nada” o “poco” de la narcoviolencia en su vida privada. El 62 por ciento estaba de acuerdo con la idea de que “hay muchas cosas buenas en México”, por lo que “deberíamos dejar de hablar tanto de la violencia” (los datos y reportes de la encuesta están disponibles enhttp://biiacs.cide.edu).

Los hechos atroces de Iguala han permitido que la opinión pública mexicana diera el salto, largamente esperado, de la negación a la indignación. Por fin, se prendió la llama de la solidaridad ciudadana. Esto fue posible gracias a la capacidad de movilización de los estudiantes de Ayotzinapa. Pero aún más importante, fue posible porque se descarriló la narrativa cómoda de una guerra entre criminales. Dos hallazgos irritantes, la inocencia transparente de las víctimas y la responsabilidad transparente del Estado, rompieron la indiferencia pública hacia víctimas y victimarios.

¿AHORA QUÉ SIGUE?

La llama de la indignación es débil. Lo más probable es que las preocupaciones de la vida cotidiana la terminen sofocando en muy poco tiempo. En estos días, muchas voces hablan de un momento de crisis y ruptura. ¿Pero cómo lograr que la solidaridad ciudadana no se disipe rápidamente? ¿Cómo lograr que esta nueva matanza estudiantil no sea un episodio más en la guerra civil mexicana? ¿Cómo lograr que la movilización estudiantil se siga ampliando y lleve a una dinámica transformadora? ¿Cómo convertirla en el inicio de una verdadera construcción de un Estado de derecho en México?

Antes que nada, la solidaridad ciudadana tendrá que ampliarse a todas las víctimas, incluyendo las sospechosas. La movilización actual se ha nutrido de la imagen de víctimas inocentes, de estudiantes pobres que no querían hacer otra cosa que aprender y enseñar y que fueron víctimas de una represión política atroz e irracional. De manera implícita, han quedado de lado las víctimas sospechosas de todos los días. Durante todas las semanas de movilización, ha seguido el goteo cotidiano de “narcoejecuciones”, como los registra, por ejemplo, el Blog Menos Días Aquí (http://menosdiasaqui.blogspot.mx). Naturalmente, salvo algunas excepciones, no han sido objetos de preocupación pública. Si el movimiento de Ayotzinapa quiere convertirse en motor de cambios institucionales, debe extender su solidaridad a todas las víctimas del crimen organizado, aunque sean sospechosas de pertenecer ellas mismas al crimen organizado.

Luego, la construcción del Estado de derecho no es un problema administrativo, sino un proyecto político. En un Estado democrático de derecho, el derecho no es un instrumento de dominación de los poderosos, sino un instrumento de protección de los débiles. Cualquier cambio, sea constitucional, legal o burocrático, es ilusorio mientras no conlleve transformaciones estructurales de poder. ¿A quiénes habría que “empoderar” de manera radical y sistemática? ¿Quiénes son los más débiles y los más interesados en transformar el sistema? Las víctimas. ¿Cómo se podría aumentar su capacidad de defensa de manera significativa? Dos iniciativas concretas podrían detonar la movilización de recursos hacia los movimientos civiles de víctimas: un fondo para la canalización de recursos financieros y una red para la canalización de la participación ciudadana.

Infraestructura de financiamiento: propongo la creación de un fondo fiduciario que canalice recursos públicos y privados hacia las asociaciones cívicas de víctimas (no hacia víctimas individuales). Este Fondo Mexicano para la Justicia podría estar administrado por un organismo internacional, como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Recibiría donaciones privadas nacionales e internacionales. Sin embargo, siguiendo ejemplos internacionales, debería financiarse primeramente con el dinero, todo el dinero, que el Estado recaude con la subasta de bienes incautados a las organizaciones criminales. De esta manera, las victorias de la justicia alimentarían la lucha por la justicia.

Infraestructura de participación: propongo el desarrollo de una plataforma virtual de participación, una mezcla de página web y red social que vincule a los ciudadanos con los movimientos de víctimas. La solidaridad ciudadana necesita canales de expresión. Si los ciudadanos no encuentran vías concretas de acción, su simpatía hacia las víctimas y su indignación hacia los victimarios se disipan. Páginas de internet como meetup.com permiten que vecinos con propósitos comunes se encuentren. La Red Mexicana para la Justicia facilitaría la formación de movimientos locales de víctimas, la coordinación entre las asociaciones existentes y también su comunicación con la ciudadanía. De manera crucial, permitiría que todos los ciudadanos solidarios pudieran ofrecerles a las asociaciones de víctimas sus talentos personales, sea como abogados, panaderos, psicoterapeutas, taxistas, programadores, músicos, diseñadores gráficos… o simplemente como gente común que quiere prestar su voz e inteligencia a la causa de las víctimas.

Tanto en lo político como en lo técnico, ambas iniciativas demandan un diseño cuidadoso. Tienen que ser incluyentes, profesionales y transparentes. Requieren de ciertos consensos políticos, sobre todo entre actores de la sociedad civil. Ninguna de las dos es fácil, aunque ambas son eminentemente viables. Ambas pueden ser iniciadas desde el centro, pero tienen el potencial de crear efectos multiplicadores en todos los rincones del país. Su potencial transformador no depende de una burocracia racional que sabemos que no existe en México. No depende tampoco de la voluntad política de las élites, que dudamos que exista. Depende enteramente de la indignación moral, del coraje y de la inteligencia colectiva de víctimas y ciudadanos solidarios. Hasta ahora, las élites políticas mexicanas han fracasado en sus (débiles) intentos de construir el Estado de derecho desde arriba. Si no ampliamos la infraestructura financiera y participativa para que una sociedad civil fuerte y contestataria vigile y desafíe el Estado desde abajo, seguirán fracasando.

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